Ha tenido que venir una pandemia mundial para recordarnos que somos mortales y enseñarnos lo que es vivir en el puro presente, conviviendo con la única certeza de que, los que quedamos, aún estamos vivos. Y eso significa que aún hay otra oportunidad en cada nuevo día para hacer de la vida algo espléndido y maravilloso.
Todavía no comprendo, cómo no se nos educa ni se nos enseña, desde que somos pequeños, a vivir con la muerte. Quiero decir, uno debería saber que, la incertidumbre del destino, el capricho del azar, la hostilidad del mundo, nuestra finitud vital y el inexorable paso del tiempo. Son circunstancias congénitas que van inyectadas, de forma irremediable, en nuestra sangre y diseminadas sutilmente en nuestro ADN particular desde que venimos al mundo. Aceptarlo o no, es una cuestión personal. Pero sin lugar a dudas, hacerlo, elegir aceptar las reglas, será lo más inteligente para el porvenir individual del siglo XXI.
Saber que tarde o temprano moriremos, únicamente debería servirnos como estímulo para impulsarnos y para perder todo o parte del miedo que nos paraliza y nos frena para alcanzar lo que de verdad queremos y soñamos. Suena utópica esta fantasía de parvulario milenial, de adolescente invulnerable e inmortal, pero pensándolo bien. El miedo es algo intangible y es solo una ilusión mental que nosotros creamos. Es la gran arma que ha tenido, tiene y tendrá el poder para ejercer el control. El miedo en sí, es educacional y es el único impedimento que nos ponemos para no ser nosotros mismos y para no ser mínimamente libres. No hay nada de real en él, tan solo ficción de baratija y límites impuestos para no explayar al completo nuestra existencia de forma sincera.
Esa honesta amistad con la muerte y con la vida, es un ejercicio continuo de aceptación
Todos los miedos que tenemos desembocan en uno solo, en el miedo a morir, literal y metafóricamente hablando. El hecho de cargar la muerte al hombro a diario, supone un peso que muchos, a veces, no estamos dispuestos a soportar por la pesadez de la agonía de nuestra mortalidad. Pero, muy de vez en cuando, conviene pasearse por la vida con la muerte en los talones, mirarla de reojo desafiante y entonces, entregarse abierto a doblar la esquina con la sonrisa entre los dientes, y así, con esa confianza secreta con la Dama de Negro, la vida nos devuelve un guiño de alivio en cada traspiés. Esa honesta amistad con la muerte y con la vida. Es un ejercicio continuo de aceptación, gratitud, gozo, prudencia, valentía y, en definitiva, libertad y alegría de vivir.
Porque, ¡joder!, saber que la muerte está ahí pudiendo atraparte a cada instante, y tú sigues ahí, vivito y coleando, bailando con el destino, escapando de sus zarpas, saliendo airoso en cada batalla y, ganándole, ligeramente, el pulso al tiempo; saber eso, ser consciente de tal maravilla, es de un disfrute delicioso que no todo paladar es capaz de saborear. Y es que, cada segundo de vida bien exprimido es un regalo de eternidad que ningún artificio de inventiva sobre terrenal podrá reemplazar ni compensar.
Pero, sabe usted, querida lectora, somos ingenuos al pensar que a nosotros nunca nos toca. Que nada de lo que le ocurre a fulanito o menganito nos va a pasar. Nosotros, las bellas criaturas de la modernidad que verán el ocaso del mundo, somos inmortales y nada podrá con nuestra vanidad. Podrá venir lo que quiera, lo que al Santo se le ponga en los mismísimos, que mientras tengamos wifi disponible, caprichos tontos con su gratificación instantánea, una serie nueva cada semana en Netflix y notificaciones constantes en el móvil. Que den sentido a nuestra existencia, nos creeremos inmortales.
Nos pasamos la vida poniendo parches a cosas inevitables, postergando las despedidas
Porque: “Verá, yo soy así de importante, por ser quién soy no debo pasar por estas situaciones, es injusto que el mundo no sepa que estoy aquí. Estoy harta de que no se den cuenta de que mis problemas son los más urgentes y necesito atención. Necesito que me hagan casito, creer que todo gira en torno a mí, si no. Voy a empezar a creer que de verdad me voy a morir algún día y eso no me gusta."
En fin, todo ese rollo del victimismo del nuevo siglo absurdo, ese monólogo de niño pequeño, que a veces me sorprendo haciendo.
Y es que, nos pasamos la vida poniendo parches a cosas inevitables, postergando las despedidas. Haciéndonos los locos cuando algo nos da miedo y luchando contra la naturaleza. Y esa huida conlleva cierto infantilismo por no querer asumir ni enfrentarse a lo que venga. En definitiva, por no querer aceptar las reglas del juego, y porque ¡maldita sea! somos tremendamente sensibles y andamos escondiéndolo.
A ver si con la tontería de no enfrentarse de verdad a la muerte, estamos llenando iglesias con fieles de poca fe y predicadores de poca monta. Estamos agrandando la bola de tabúes, tapujos y silencios negros. Creando gente inmortal con el miedo hasta el cuello y al final, nos vamos a dar cuenta, vamos a tirar de la manta y vamos a descubrir que no era para tanto. Que la muerte solo era: miedo a lo desconocido, el fin de un principio, un recordatorio de que las flores y los te quiero son para los vivos y un estímulo constante para hacer de la vida algo espléndido y maravilloso.
Será pronto cuando volvamos a olvidarnos de que somos mortales y seamos otra vez insoportablemente inmortales, pero amigos, mientras tanto, “sin prisa que a las misas de Réquiem nunca fuimos aficionados”